Sagrado Corazón de Jesús:
cuadro conservado en el
Coro del Monasterio como deseó
Sor M. Consolata Betrone.
En noviembre de 1944 ella anotó: “Desde hace varios días mi alma se ha detenido en esta frase divina: ‘Hostia por Hostia’”. Y así que, para la paz del mundo, para todas las almas repetía varias veces la oferta de si misma como sacrificio de expiación, de verdadera contemplativa que intercede para la humanidad entera. Especialmente, el amor de redención que la crucificaba con el Crucifijo era para aquellos que para eso habían sido también llamados en el camino especial de la secuela de Cristo y que fueron infieles, ya que se dejaron vencer por el pecado.
El 9 de noviembre de 1934 Consolata escribió: “Jesús me desveló los sufrimientos íntimos de su Corazón provocados por la infidelidad de almas a Él consagradas”. Entramos así en el temblor más profundo de su mundo interior, que la conduciría con generosidad a la “cima del dolor” y a una ilimitada maternidad de almas para llevar a la salvación. Jesús y Consolata: juntos en el amor, juntos en el dolor, juntos para entregar de nuevo al Padre rico de Misericordia millones de almas.
El 24 de septiembre de 1945 sor Consolata pidió media jornada de reposo y se acostó. La Madre Abadesa le tomó la fiebre: ¡casi 39°! ¿Desde cuándo esta fiebre? En junio de 1939 se le escapó una frase de su pluma: “Me cuesta morir a pedacitos”.
En su oculta situación de enfermedad y la rigurosa vida de penitencia se sumarían en breve también los difíciles años de la segunda Guerra Mundial. Consolata padecería literalmente el hambre, pero con la generosidad de siempre: transformaría esta tragedia en ¡“una ascética del apetito”! Fue el último acto de amor: el que le costó la vida. En el invierno de 1944 su color cadavérico la traicionó. Por obediencia se sometió a una visita médica. El dictamen del doctor fue, “simplemente”: “Esta religiosa no tiene ninguna enfermedad: está destruida”. El 25 de octubre de 1945 la radiografía descubrió la catástrofe en sus pulmones. El 4 de noviembre partió hacia el sanatorio. Ahí permanecería hasta el 3 de julio de 1946, cuando una ambulancia la llevaría de nuevo, consumida hasta lo imposible, al Monasterio de Moriondo. Ahora, “todo ha terminado”, para comenzar en el cielo. La Hermana muerte la visitó al alba del 18 de julio: el “Te Deum regale” de su vida se desarrolló en la transfiguración de una única oración: “¡Te amo, Señor, mi fuerza!” (Salmo 17,2).